sábado, 27 de febrero de 2010

HOMILÍA SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

En la primera Lectura correspondiente al Libro del Génesis, se nos relata un pacto entre Dios y Abram. Dios lo sacó de su casa y lo llevó a mirar el cielo, le hizo ver las estrellas y contarlas y luego le prometió que así sería su descendencia.
Abram era un arameo errante. Como muchos de sus contemporáneos, se dedicaba a la cría de animales yendo de un lugar para otro para alimentar a su rebaño. Él ya era anciano y su esposa Sara además estéril.
Por eso la promesa de Dios, de un Dios que todavía no se había revelado en plenitud, puede paracer a los ojos de Abram un despropósito. Naturalmente las condiciones eran totalmente adversas para que la promesa se cumpliera. Sin embargo, dice la Escritura, él creyó y por eso fue considerado un hombre justo, un hombre santo. Abram creyó contra toda esperanza.

Lo que continúa es un ritual que utilizaban las partes para hacer un contrato. Se sacrificaban animales, se los ponía de un lado y del otro y los contractuantes pasaban por el medio, para significar que si alguno no cumplía con el pacto le pasaría igual que a esos animales.

En medio del sacrificio pasa el fuego, signo de la presencia de Dios. También Dios se abaja para dar su Palabra. Es la Alianza de Dios con Abram que se va a ir reiterando y actualizando con Moisés y con el pueblo hasta llegar a la Nueva y Eterna Alianza en Jesucristo. Es interesante ver cómo, a pesar de ser el hombre el que incumplió reiteradamente la Alianza por no creer en Dios o por no saber esperar sus tiempos, es Dios el que a través de su Hijo termina como los animales derramando la Sangre. La nueva Alianza no necesita de animales, porque es Dios quien provee al Cordero para el Sacrificio. Hasta en esto Dios toma el lugar del hombre, para rescatarlo, para salvarlo. Por eso el Papa nos dice que “no son los sacrificios del hombre los que le libran del peso de las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el exremo, hasta aceptar en sí mismo la maldición que corresponde al hombre, a fin de transmitirle la bendición que corresponde a Dios”

En la segunda Lectura, san Pablo exhorta a los filipenses para que sean fieles a Cristo y les pide que lo imiten a él que se mantiene firme en la fe del Señor. Les pone como antimodelo a los que son enemigos de la cruz del Señor buscando sastisfacer su vida con las cosas de la tierra. Por eso les recuerda que los cristianos somos ciudadanos del cielo y hacia allí vamos, sabiendo que si morimos con Cristo resucitaremos con Él. Que si somos capaces de vivir aquí como sus discípulos, podremos participar de su gloria y mucho más aún.

El Evangelio de San Lucas nos relata la transfiguración. Antes Jesús había consultado a los discípulos acerca de lo que la gente decía de Él: ¿quién dice la gente que soy yo? Y Pedro había hecho su profesión de fe. “Tú eres el Mesías el Hijo de Dios”. Para que esto no les hiciera perder de vista el verdadero sentido del mesianismo de Jesús, el Señor les anuncia que debe subir a Jerusalén y entregar allí su vida. Evidentemente esa noticia calló muy mal entre los discípulos que esperaban a un Mesías poderoso que los liberaría de las esclavitudes temporales y políticas, de la pobreza y de tantas ataduras que tienen las sociedades. Sin embargo Jesús quiere demostrarles que su reino no es de este mundo. Que ilumina a este mundo, pero que lo trasciende.
Ante la angustia de sus discípulos invita a tres de ellos a acompañarlo a la montaña a rezar. La montaña simboliza la morada de Dios, el lugar donde Dios se manifiesta (teofanía). Y mientras ellos dormían porque era de noche, cuando Jesús termina su oración se produce este hecho maravilloso que adelanta la visión de la gloria de Dios.
Aparecen dos testigos que estaban esperando a Jesús, Moisés y Elías. Dos personajes que representan a todos los justos que creyeron en Dios y en sus promesas y que ahora van a poder ver su cumplimiento.
Cuando Moisés hablaba con Dios, su rostro se ponía radiante. Como si una luz lo iluminara desde adentro, como una lámpara o un velador. Ahora todo el Cuerpo del Señor queda iluminado, cambia su figura y resplandece como el sol. Y aquí viene la revelación más importante. Antes los hombres habían expresado su parecer acerca de Jesús. Pedro había hecho su profesión de fe en su mesianismo. Pero faltaba la voz de Aquél que sabe quién es Jesús. “Este es mi Hijo, el amado, escúchenlo”. Dios mismo da fe, sale de testigo de Jesús y nos da a nosotros una orden, “escúchenlo”.
Dios ha manifestado su belleza. Por eso la Cuaresma, nos tiene que ayudar a descubrir esta belleza de Jesús que se manifiesta en nuestra vida. Como nos dice el obispo en su carta pastoral de Cuaresma “La Cuaresma vivida como búsqueda y encuentro, nos hace sensibles a la belleza luminosa de la Pascua” y citando al Papa “La belleza es la clave del misterio, llamada y camino hacia lo trascendente, hacia el Misterio último, es decir hacia Dios”.

La contemplación de la Belleza necesita preparación. No podemos salir de la oscuridad al sol sin ser encandilados, heridos por su luz. No podemos pasar de la oscuridad, de la chatura, de la mediocridad de nuestra vida y entrar en la Luz Pascual sin ser encandilados. Y a veces el encandilamiento no nos deja ver la realidad, nos enceguece. Por eso este tiempo de preparación. Necesitamos preparar nuestra vida para poder contemplar al final del camino el rostro de Dios.

Hermanos, no nos distraigamos. No hagamos como aquellos que sólo viven para comer, que sólo viven para las realidades inmediatas, que vuelan muy bajo, que no se dejan seducir por lo trascendente, que se conforman con la belleza creada y no buscan al Creador. Seamos fieles a la Alianza sellada con la Sangre de Cristo. Dejemos que Él guíe nuestros pasos, no nos encerremos en la oscuridad de nuestra vida. Él nos ama, nos busca, nos atrae, nos desea. Dejemos que el anticipo que nos muestra en la transfiguración de cada Eucaristía nos conmueva y aumente en nosotros el deseo de verlo, de tenerlo, de amarlo.
A veces este paso nos da miedo y no tenemos el coraje de romper con las ataduras que nos dan una aparente seguridad, trabajos, personas, situaciones, que nos alejan de Dios. Hagamos como Abram, que creyendo contra toda esperanza, abandonó su tierra, sus propiedades, su familia y salió obediente por el camino que Dios le trazaba, y hoy puede gozarse de ver cumplida la promesa porque es el padre de una multidud de estrellas que somos todos los creyentes en Dios.
Tengamos el coraje de poner a Dios por encima de todo. No nos aferremos a bellezas efímeras, a amores pasajeros. Cuando murió la reina, san Francisco de Borja, que era su consejero, se acercó al ataúd y vió allí los despojos de quien había sido modelo de belleza y poder. Al ver todo eso descomponiéndose en un cajón exclamó “nunca más serviré a un Señor que se me pueda morir”.

Convertirse a Cristo es desearlo “creer en el Evangelio, dice el Papa, significa salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad”. Este reconocimiento de la pobreza propia y de la necesidad de los demás se llama humildad, y es esta virtud la que nos hace falta para dejarnos ayudar por Dios y por los hermanos, especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Quienes dicen yo me confieso con Dios, o yo no tengo pecados, en realidad lo que dicen es yo soy autosuficiente, yo puedo salvarme solo. A esos, no les faltan pecados, lo que les falta es humildad. De allí nacen las excusas ¿por qué me tengo que confesar con otro hombre? ¿Qué mal puedo hacer yo? Si seguimos atentamente las enseñanzas de estos domingos, vamos a descubrir que pecar no es sólo violar alguno de los diez mandamientos, sino que es algo mucho más profundo que oscurece el alma y nuestras relaciones con Dios y con los demás. Es creerse autosuficiente, creerse que con mis ideas, mis criterios, mis gustos, mis normas, mis leyes, puedo salvarme, sin escuchar a Jesús que nos habla por la Iglesia “el que a Uds los recibe, me recibe a mí” “lo que ates quedará atado”

Pidamos al Señor que nos ayude a seguir subiendo el monte, que nos ayude a vivir las prácticas de la oración, la penintencia, el ayuno, la limosna y sobre todo que nos vaya mostrando el camino, como una linterna, para que podamos llegar al monte de la Pascua y contemplar la belleza de su resurrección que es la nuestra.

Amén

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