sábado, 27 de febrero de 2010

HOMILÍA SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

En la primera Lectura correspondiente al Libro del Génesis, se nos relata un pacto entre Dios y Abram. Dios lo sacó de su casa y lo llevó a mirar el cielo, le hizo ver las estrellas y contarlas y luego le prometió que así sería su descendencia.
Abram era un arameo errante. Como muchos de sus contemporáneos, se dedicaba a la cría de animales yendo de un lugar para otro para alimentar a su rebaño. Él ya era anciano y su esposa Sara además estéril.
Por eso la promesa de Dios, de un Dios que todavía no se había revelado en plenitud, puede paracer a los ojos de Abram un despropósito. Naturalmente las condiciones eran totalmente adversas para que la promesa se cumpliera. Sin embargo, dice la Escritura, él creyó y por eso fue considerado un hombre justo, un hombre santo. Abram creyó contra toda esperanza.

Lo que continúa es un ritual que utilizaban las partes para hacer un contrato. Se sacrificaban animales, se los ponía de un lado y del otro y los contractuantes pasaban por el medio, para significar que si alguno no cumplía con el pacto le pasaría igual que a esos animales.

En medio del sacrificio pasa el fuego, signo de la presencia de Dios. También Dios se abaja para dar su Palabra. Es la Alianza de Dios con Abram que se va a ir reiterando y actualizando con Moisés y con el pueblo hasta llegar a la Nueva y Eterna Alianza en Jesucristo. Es interesante ver cómo, a pesar de ser el hombre el que incumplió reiteradamente la Alianza por no creer en Dios o por no saber esperar sus tiempos, es Dios el que a través de su Hijo termina como los animales derramando la Sangre. La nueva Alianza no necesita de animales, porque es Dios quien provee al Cordero para el Sacrificio. Hasta en esto Dios toma el lugar del hombre, para rescatarlo, para salvarlo. Por eso el Papa nos dice que “no son los sacrificios del hombre los que le libran del peso de las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el exremo, hasta aceptar en sí mismo la maldición que corresponde al hombre, a fin de transmitirle la bendición que corresponde a Dios”

En la segunda Lectura, san Pablo exhorta a los filipenses para que sean fieles a Cristo y les pide que lo imiten a él que se mantiene firme en la fe del Señor. Les pone como antimodelo a los que son enemigos de la cruz del Señor buscando sastisfacer su vida con las cosas de la tierra. Por eso les recuerda que los cristianos somos ciudadanos del cielo y hacia allí vamos, sabiendo que si morimos con Cristo resucitaremos con Él. Que si somos capaces de vivir aquí como sus discípulos, podremos participar de su gloria y mucho más aún.

El Evangelio de San Lucas nos relata la transfiguración. Antes Jesús había consultado a los discípulos acerca de lo que la gente decía de Él: ¿quién dice la gente que soy yo? Y Pedro había hecho su profesión de fe. “Tú eres el Mesías el Hijo de Dios”. Para que esto no les hiciera perder de vista el verdadero sentido del mesianismo de Jesús, el Señor les anuncia que debe subir a Jerusalén y entregar allí su vida. Evidentemente esa noticia calló muy mal entre los discípulos que esperaban a un Mesías poderoso que los liberaría de las esclavitudes temporales y políticas, de la pobreza y de tantas ataduras que tienen las sociedades. Sin embargo Jesús quiere demostrarles que su reino no es de este mundo. Que ilumina a este mundo, pero que lo trasciende.
Ante la angustia de sus discípulos invita a tres de ellos a acompañarlo a la montaña a rezar. La montaña simboliza la morada de Dios, el lugar donde Dios se manifiesta (teofanía). Y mientras ellos dormían porque era de noche, cuando Jesús termina su oración se produce este hecho maravilloso que adelanta la visión de la gloria de Dios.
Aparecen dos testigos que estaban esperando a Jesús, Moisés y Elías. Dos personajes que representan a todos los justos que creyeron en Dios y en sus promesas y que ahora van a poder ver su cumplimiento.
Cuando Moisés hablaba con Dios, su rostro se ponía radiante. Como si una luz lo iluminara desde adentro, como una lámpara o un velador. Ahora todo el Cuerpo del Señor queda iluminado, cambia su figura y resplandece como el sol. Y aquí viene la revelación más importante. Antes los hombres habían expresado su parecer acerca de Jesús. Pedro había hecho su profesión de fe en su mesianismo. Pero faltaba la voz de Aquél que sabe quién es Jesús. “Este es mi Hijo, el amado, escúchenlo”. Dios mismo da fe, sale de testigo de Jesús y nos da a nosotros una orden, “escúchenlo”.
Dios ha manifestado su belleza. Por eso la Cuaresma, nos tiene que ayudar a descubrir esta belleza de Jesús que se manifiesta en nuestra vida. Como nos dice el obispo en su carta pastoral de Cuaresma “La Cuaresma vivida como búsqueda y encuentro, nos hace sensibles a la belleza luminosa de la Pascua” y citando al Papa “La belleza es la clave del misterio, llamada y camino hacia lo trascendente, hacia el Misterio último, es decir hacia Dios”.

La contemplación de la Belleza necesita preparación. No podemos salir de la oscuridad al sol sin ser encandilados, heridos por su luz. No podemos pasar de la oscuridad, de la chatura, de la mediocridad de nuestra vida y entrar en la Luz Pascual sin ser encandilados. Y a veces el encandilamiento no nos deja ver la realidad, nos enceguece. Por eso este tiempo de preparación. Necesitamos preparar nuestra vida para poder contemplar al final del camino el rostro de Dios.

Hermanos, no nos distraigamos. No hagamos como aquellos que sólo viven para comer, que sólo viven para las realidades inmediatas, que vuelan muy bajo, que no se dejan seducir por lo trascendente, que se conforman con la belleza creada y no buscan al Creador. Seamos fieles a la Alianza sellada con la Sangre de Cristo. Dejemos que Él guíe nuestros pasos, no nos encerremos en la oscuridad de nuestra vida. Él nos ama, nos busca, nos atrae, nos desea. Dejemos que el anticipo que nos muestra en la transfiguración de cada Eucaristía nos conmueva y aumente en nosotros el deseo de verlo, de tenerlo, de amarlo.
A veces este paso nos da miedo y no tenemos el coraje de romper con las ataduras que nos dan una aparente seguridad, trabajos, personas, situaciones, que nos alejan de Dios. Hagamos como Abram, que creyendo contra toda esperanza, abandonó su tierra, sus propiedades, su familia y salió obediente por el camino que Dios le trazaba, y hoy puede gozarse de ver cumplida la promesa porque es el padre de una multidud de estrellas que somos todos los creyentes en Dios.
Tengamos el coraje de poner a Dios por encima de todo. No nos aferremos a bellezas efímeras, a amores pasajeros. Cuando murió la reina, san Francisco de Borja, que era su consejero, se acercó al ataúd y vió allí los despojos de quien había sido modelo de belleza y poder. Al ver todo eso descomponiéndose en un cajón exclamó “nunca más serviré a un Señor que se me pueda morir”.

Convertirse a Cristo es desearlo “creer en el Evangelio, dice el Papa, significa salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad”. Este reconocimiento de la pobreza propia y de la necesidad de los demás se llama humildad, y es esta virtud la que nos hace falta para dejarnos ayudar por Dios y por los hermanos, especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Quienes dicen yo me confieso con Dios, o yo no tengo pecados, en realidad lo que dicen es yo soy autosuficiente, yo puedo salvarme solo. A esos, no les faltan pecados, lo que les falta es humildad. De allí nacen las excusas ¿por qué me tengo que confesar con otro hombre? ¿Qué mal puedo hacer yo? Si seguimos atentamente las enseñanzas de estos domingos, vamos a descubrir que pecar no es sólo violar alguno de los diez mandamientos, sino que es algo mucho más profundo que oscurece el alma y nuestras relaciones con Dios y con los demás. Es creerse autosuficiente, creerse que con mis ideas, mis criterios, mis gustos, mis normas, mis leyes, puedo salvarme, sin escuchar a Jesús que nos habla por la Iglesia “el que a Uds los recibe, me recibe a mí” “lo que ates quedará atado”

Pidamos al Señor que nos ayude a seguir subiendo el monte, que nos ayude a vivir las prácticas de la oración, la penintencia, el ayuno, la limosna y sobre todo que nos vaya mostrando el camino, como una linterna, para que podamos llegar al monte de la Pascua y contemplar la belleza de su resurrección que es la nuestra.

Amén

HOMILÍA PRIMER DOMINGO DE CUARESMA

En la primera Lectura, Moisés le enseña al Pueblo a ser agradecidos con Dios. Si prestamos atención vamos a ver que hay muchos elementos comunes con nuestra liturgia actual:
. La ofrenda presentada ante el sacerdote. Es el esfuerzo del trabajo, las primicias de nuestras realizaciones. Un modo de devolverle a Dios lo que Él nos ha dado primero a nosotros.
. La oración de memorial. Hace presente la historia de la salvación con el reconocimiento que Dios ha liberado a su Pueblo de la esclavitud. Este memorial recitado al modo de un Credo o símbolo de fe, no sólo recuerda el pasado sino que lo hace presente. Dios sigue siendo el Dios que libera y cura, el Dios de la Alianza.
. La adoración. El encuentro con Dios tiene que ser un encuentro de adoración, donde la criatura se reconoce pobre, indigente, necesitada y reconoce en Dios al único Señor capaz de liberarla. Adorar a Dios es reconocer que Él es Dios y que no hay ninguno más. Es reconocer nuestra propia miseria. Nada le añade nuestra adoración a Dios, pero sí a nosotros porque nos hace participar de su gloria. Como nos enseña san Ireneo “ Del mismo modo, el servir a Dios nada le añade a Dios, ni tiene Dios necesidad alguna de nuestra sumisión; es él, por el contrario, quien da la vida, la incorrupción y la gloria eterna a los que lo siguen y sirven, beneficiándolos por el hecho de seguirlo y servirlo, sin recibir de ellos beneficio alguno, ya que es en sí mismo rico, perfecto, sin que nada le falte. La razón, pues, por la que Dios desea que los hombres lo sirvan es su bondad y misericordia, por las que quiere beneficiar a los que perseveran en su servicio, pues, si Dios no necesita de nadie, el hombre, en cambio, necesita de la comunión con Dios.
En esto consiste la gloria del hombre, en perseverar y permanecer en el servicio de Dios” No adorar es creerse dios.

En la segunda Lectura San Pablo nos enseña el camino de la salvación que pasa por creer y dar testimonio de Jesús. No basta con solo creer, sino que es necesario dar testimonio. Lo que la Iglesia llama discípulo misionero de Jesucristo. Es por tanto necesario creer con el corazón y anunciar con los labios que Él es el Señor que ha resucitado de entre los muertos.
No alcanza con sólo decir “Señor, Señor”, si esa fe no va acompañada de obras. Tampoco las obras por sí mismas nos salvarán si no son manifestación de nuestra fe.
A vivir esta fe estamos llamados todos, ya no hay diferencia, dice San Pablo entre judíos y no judíos.

Hasta aquí vemos un rasgo común y esencial a la fe judeo cristiana. Es una fe comunitaria, que tiene como origen y fin al Dios Creador y Liberador. Que diviniza las realidades humanas elevando nuestro trabajo hacia el Cielo y que reconoce a Dios como el único Dios y objeto de nuestra adoración.

Hay personas que dicen “yo creo en Dios a mi manera” o “yo creo en Dios pero no en la Iglesia” o “yo rezo a mi manera”. Este pecado es fruto del relativismo en el que hemos caído, todo da igual. Es el cambalache del que ya nos habló Discépolo. El relativismo, tan denunciado por el Papa, es la ideología que nos hace creer que todo está bien si nos hace sentir bien. Eso conduce al subjetivismo. Ya no hay normas comunes fundadas en la ley natural sino que cada uno hace lo que “siente” lo que cree mejor sin escuchar la voz de Dios ni la voz de los hermanos. Se han creado teologías y doctrinas personales para justificar la falta de fe y de compromiso serio con Dios. Este camino, que lamentablemente muchos han elegido para sí y para sus hijos, conduce necesariamente a la esclavitud y a la muerte. Este subjetivismo lleva al egoísmo y la manifestación más clara es decir “Dios me salvará a mí a mi manera”. ¡Qué tristeza produce el ver a tantos padres, o responsables de otros, que se ocupan sólo de su salvación y no invitan u obligan a sus hijos a adorar a Dios como Él desea ser adorado! Siempre pienso en aquellas palabras de Jesús: “el que come mi Carne y bebe mi Sangre tendrá la Vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”. ¿Qué fe tienen esos padres que no se afanan porque sus hijos se alimenten de este Pan y este Vino?

En el Evangelio Lucas nos relata las tentaciones de Jesús en el desierto.
La tentación es algo que puede venir de nuestro interior, en donde dice Jesús nace el pecado y la maldad. Así es el egoísmo, la envidia, los pensamientos y deseos impuros, los adulterios, la maldad, la infidelidad, la deslealtad. Pero puede provenir también desde el exterior, como es en el caso de las tentaciones que debió padecer Jesús.
Así de dentro y de fuera buscan separarnos de Dios, de sus proyectos, de sus caminos. Es como cuando alguien que se dice nuestro amigo nos habla mal de otro para que nos separemos. Pero hay una voz más fuerte, más firme, que puede vencer esas otras voces si disponemos el corazón para escucharla. Hace falta tener un oído muy fino, un silencio atento, un corazón dócil.

Siguiendo el mensaje cuaresmal que iniciamos el miércoles de Ceniza podríamos decir que Jesús, que es la Belleza, se enfrenta al demonio, que es la fealdad personificada. El demonio quiere apartarlo de Dios y lo prueba poniendo en tela de juicio la filiación divina de Jesús “si eres el Hijo de Dios…”. Quiere que Jesús renuncie a la Belleza por un poco de pan. Así sucede con los que se han olvidado de Dios por tener algo más. Se han dejado seducir por el demonio que les ofrece bienes materiales. Son los que dicen “yo creo en Dios pero tengo que trabajar. No puedo ir a Misa porque estas obligaciones me lo impiden” Estas personas se han dejado seducir por el demonio. Cuando hay algo o alguien que sea más importante que Dios, tengan por seguro que han caído en las garras del demonio.
En al segunda tentación el demonio quiere que Jesús lo adore a cambio de todos los reinos que se ven desde la altura. ¡Cuántas veces el poder pierde a las personas! El poder debe ser servicio, no opresión. Estamos acostumbrados a un poder egoísta que sólo busca su propio bien. Eso es demoníaco, sea quien sea el que lo ejerza. El Papa nos habla de la Justicia de Dios que es Jesucristo, Él es la justicia de Dios para nosotros, Él ha pagado el precio de nuestro rescate. Cuando el poder se corrompe nos aleja de la justicia divina. Cuando somos corruptos en nuestras relaciones comerciales, en nuestro trabajo, con nuestros compañeros o empleados, nos hemos dejado seducir por el demonio y hemos caído en su trampa.
La última tentación es quizás la peor de todas porque como dice Jesús “no tentarás al Señor tu Dios”. A veces tentamos a Dios poniéndonos al límite de la insolencia. Así obran quienes dicen “hago lo que quiero total Dios me va a perdonar” y no reconocen nunca su pecado. Es la tentación en la que han caído quienes se han hecho normas propias y no quieren obedecer a Dios y a la Iglesia.

Hermanos, Jesús nos muestra que hay dos caminos. Para seguir el suyo contamos con su gracia que nos da en la Palabra y los Sacramentos. “Tú eres mi Dios y en Ti confío”. Ese es el único camino que nos conduce a la Belleza, al Bien y a la Verdad. El otro camino nos lleva a la esclavitud, al encierro en nosotros mismos y a la muerte eterna. Cada uno sabrá cuál elige.
El que tenga oídos para oír que oiga.

Amén.

HOMILÍA MIÉRCOLES DE CENIZAS

Como dice nuestro obispo “con la celebración del miércoles de Ceniza, nos comprometemos a recorrer juntos como Iglesia, el camino hacia la Pascua. Necesitamos integrar nuestra vida en el Misterio Pascual, ser iluminados y renovados desde denro de nuestra realidad personal, familiar y comunitaria”

Comenzamos con imposición de las cenizas. La ceniza, del latín “cinis”, es producto de la combustión de algo por el fuego. Por extensión, pues, representa la conciencia de la nada, de la muerte, de la caducidad del ser humano, y en sentido trasladado, de humildad y penitencia.
Ya podemos apreciar esta simbología en los comienzos de la historia de la Salvación cuando leemos en el libro del Génesis que “Dios formó al hombre con polvo de la tierra” (Gen 2,7). Eso es lo que significa el nombre de “Adán”. Y se le recuerda enseguida que ése es precisamente su fin: “hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste hecho” (Gn 3,19). En Gén 18, 27 Abraham dirá: “en verdad soy polvo y ceniza. En Jonás 3,6 sirve, por ejemplo, para describir la conversión de los habitantes de Nínive. La ceniza significa también el sufrimiento, el luto, el arrepentimiento. En Job (Jb 42,6) es explícítamente signo de dolor y de penitencia.
El gesto simbólico de la imposición de ceniza en la frente, se hace como respuesta a la Palabra de Dios que nos invita a la conversión, como inicio y entrada al ayuno cuaresmal y a la marcha de preparación para la Pascua. La Cuaresma empieza con ceniza y termina con el fuego, el agua y la luz de la Vigilia Pascual. Algo debe quemarse y destruirse en nosotros -el hombre viejo- para dar lugar a la novedad de la vida pascual de Cristo.

Por eso cuando nos acerquémos a recibir las cenizas, meditemos muy bien en nuestro corazón las palabras que pronunciará el celebrante al imponérnoslas en forma de Cruz: “Arrepiéntete y cree en el Evangelio” (Cf Mc1,15) y “Acuérdate de que eres polvo y al polvo has de volver” (Cf Gén 3,19). Para que de verdad sea un signo y unas palabras que nos lleven a descubrir nuestra caducidad, nuestro deseo y necesidad de conversión y aceptación del Evangelio, y el deseo de recibir la novedad de vida que Cristo cada año quiere comunicarnos en la Pascua.

Todos los hombres, también los cristianos, también los que se creen muy buenos, necesitamos un cambio de mente, una metanoia, una conversión. Es como cuando llevamos la computadora a arreglar y le borran todo el disco para empezar de nuevo. Quizás a lo largo del año vamos llenando nuestro corazón, nuestros sentidos y nuestras mentes de aquellas cosas que lejos de acercarnos a la felicidad nos apartan de ella. Cosas y tal vez personas que nos infectan, nos manchan, nos alejan del camino. Imágenes, palabras, sentimientos, reconres, broncas….. que arrugan nuestro corazón y no nos permiten amar con libertad. Cuando las cosas nos esclavizan, terminan siendo nuestros amos. Cuando las personas nos hacen daño, nos hieren, nos conducen por caminos equivocados, se burlan de nuestra fe, desprecian a quienes amamos…. se transforman en un verdadero peligro que pone en riesgo nuestra felicidad. Como la computadora, nos llenamos de virus que no nos dejan funcionar. Sólo el hombre que pone su confianza en Dios, que se sabe débil y pecador, se humilla ante su Creador y busca el camino que lo conduce hacia Él como el enamorado busca el camino que lo lleva a la casa de su amor. De esto se trata la conversión, de limpiar nuestra vida, y de proponernos comenzar una nueva vida iluminada por la luz de la Pascua. Como la ceniza desaparecemos para resucitar con la Luz de Cristo.

Permítanme indicarles dos caminos que nos señalan nuestros Pastores como medios para alcanzar la conversión, o mejor dicho seguir creciendo en el conocimiento y amor de Dios que nos llevará a la santidad de vida y nos hará agradables, no sólo a Dios sino también a los hermanos, a los que necesitan que seamos buenos, que seamos santos.

Por un lado Mons. Martini nos propone el camino de la Belleza. Dios es la Belleza en sí mismo. “La Cuaresma vivida como búsqueda y encuentro, nos hace sensibles a la belleza luminosa de la Pascua, como el paso de la muerte a la Vida y del pecado a la gracia de hombres nuevos, embellecidos por las manos del Creador y Redentor”
La Belleza nos atrae, produce en nosotros un deseo que nos mueve a buscarla. ¡Cómo corre el enamorado a buscar a su amada, cómo suspira por la ausencia de su amor! ¡Cómo corren los turistas buscando la belleza de los paisajes! “Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti Señor”. Así debemos correr nosotros en busca de Dios. Para hacerlo necesitamos levantar los ojos del piso, de la tierra de nuestra vida cotidiana hacia lo trascendente. Tenemos que aprender a mirar al Cielo y así unir en nosotros el Cielo y la tierra. Dejémonos atraer y admirar por la Belleza de Dios!!! “Somos atraídos por Jesús de diversas maneras- agrega Martini- y muchos sin saberlo en el sufrimiento y en el amor sano a los demás”. Jesús nos habla en su Palabra y nos alimenta con su Cuerpo y Sangre. Si nos enamoramos de la Belleza de Jesús, Él es la Belleza, entonces nuestra relación con Él dejará de parecernos una obligación, sino que se convertirá en un deseo profundo, en una necesidad que hará que cada Eucaristía, cada Domingo, nos veamos ansiosos por encontrarnos con Él. Viviremos los días que nos separan entre domingo y domingo con la ansiedad del enamorado, con el deseo profundo de un amigo que espera encontrarse con su amigo.

Por otro lado el Santo Padre nos habla de la justicia de Dios que se ha manifestado por la fe en Jesucristo, tomando como texto de referencia Rm. 3,21-22.
La justicia es la virtud por la que a cada uno se le da lo suyo. Pero ¿qué es lo suyo? nos interpela el Papa. ¿Qué es lo más propio del hombre? “Los bienes materiales ciertamente son útiles y necesarios (es más, Jesús mismo se preocupó de curar a los enfermos, de dar de comer a la multitud que lo seguía y sin duda condena la indiferencia que también hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres humanos por falta de alimentos, de agua y de medicinas), pero la justicia “distributiva” no proporciona al ser humano todo “lo suyo” que le corresponde. Este, además del pan y más que el pan, necesita a Dios. Observa san Agustín: si “la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios” (De Civitate Dei, XIX, 21).
La necesidad de conversión, viene entre otras cosas, de la necesidad deliberarnos del impulso egoísta. “Abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo, consecuencia de la culpa original. Adán y Eva, seducidos por la mentira de Satanás, aferrando el misterioso fruto en contra del mandamiento divino, sustituyeron la lógica del confiar en el Amor por la de la sospecha y la competición; la lógica del recibir, del esperar confiado los dones del Otro, por la lógica ansiosa del aferrar y del actuar por su cuenta (cf. Gn 3,1-6), experimentando como resultado un sentimiento de inquietud y de incertidumbre. ¿Cómo puede el hombre librarse de este impulso egoísta y abrirse al amor?”
“Para entrar en la justicia es necesario salir de esa ilusión de autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia. En otras palabras, es necesario un “éxodo” más profundo que el que Dios obró con Moisés, una liberación del corazón, que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar. ¿Existe, pues, esperanza de justicia para el hombre?”
En otras palabras ¿puede el hombre recibir lo que le corresponde? La respuesta es enfática: Si, si cree en Cristo que ha pagado la culpa de todos. “Dios ha pagado en su Hijo por nosotros el precio del rescate”
Muchas veces sufrimos por la personalidad que tenemos y nos proponemos cambiar buscando distintos medios: psicólogos, asesores, esfuerzos. Todo eso puede ayudar. Pero si no tenemos la ayuda de la gracia, difícilmente podamos mantenernos en el cambio. “Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad.”
“Se entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio: hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo “mío”, para darme gratuitamente lo “suyo”. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “más grande”, que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar.”
La justicia humana exige vindicación, equidad, que el agresor reciba su merecido. La justicia divina en cambio, solo pide amor, que nos sintamos deudores de Dios, porque no tenemos modo de pagar por su amor.
Para terminar deberíamos preguntarnos ¿cómo podemos ser justos con Dios? ¿Qué le corresponde a Él? ¿Qué es lo “suyo”? ¿Si nos ha comprado al precio de la Sangre de su Hijo Único, si no tuvo en cuenta el dolor de Jesús en la Cruz para salvarte a vos, para salvarme a mí? La respuesta es muy simple: A DIOS LE CORRESPONDEMOS NOSOTROS, SOMOS SUYOS, A ÉL PERTENECEMOS. A ÉL LE PERTENECEN NUESTROS HIJOS.

Por eso hermanos para concluír, dejémonos atraer por la Belleza, dejémonos amar por Dios. Escuchemos su Palabra, recibamos su Cuerpo y Sangre. Dejémonos cuidar, proteger, curar por el Dios que es Amor. No seamos egístas con Él. No lo pongamos en segundo lugar. Démosle en nuestra vida el lugar que le corresponde, el primero y principal. No lo cambiemos por excusas pobres que sólo demuestran nuestra falta de fe y de amor. Y seamos justos con los nuestros, démosle lo que les corresponde. A veces vamos a encontrar rechazo o resistencia. Me pregunto cuando un hijo está enfermo y debe tomar un remedio que no le gusta ¿se lo dejamos de dar? Y cuando tiene que levantarse temprano para ir a la escuela y se queja ¿lo dejamos de mandar? ¿Por qué entonces cuando debemos darle a Dios, bajamos los brazos ante su resistencia? ¿no será acaso porque nos falta fe?

Que todos estos pensamientos nos ayuden a transitar la Cuaresma en oración, ayuno y penitencia para llegar a la Pascua del Señor con alegría profunda en el corazón, desprendidos de la fealdad e injusticia del mundo que nos rodea.

Amén.